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El problema fundamental que afrontamos hoy en los asuntos mundiales es nuestra incapacidad para adaptar nuestras instituciones internacionales a las necesidades imperativas de una era en rápida evolución.

El Secretario General de las Naciones Unidas lo dijo en septiembre pasado cuando en un discurso ante la Asamblea General señaló: “No podemos abordar eficazmente los problemas tal como son si las instituciones no reflejan el mundo tal como es”.

El mundo se ha vuelto mucho más complejo que en 1945, cuando se creó el actual sistema de gobernanza global, basado principalmente en la Carta de las Naciones Unidas.

Este sistema de cooperación internacional ya no es adecuado para su propósito. Tiene dificultades para hacer frente a las múltiples crisis sin resolver que enfrentamos, a menudo porque carece de la jurisdicción apropiada, los recursos adecuados y el marco conceptual para diagnosticar eficazmente los problemas y lograr soluciones creíbles, y porque se lo considera fundamentalmente injusto.

Y así, avanzamos hacia un futuro potencialmente catastrófico de cambio climático acelerado, desintegración continua de nuestro orden nuclear, nacionalismos crecientes y destructivos, crecientes conflictos, pandemias más frecuentes y un paradigma económico que no puede generar bienestar para todos.

La Carta de las Naciones Unidas fue adoptada hace 79 años, el 26 de junio de 1945. He aquí un experimento mental: si tuviéramos que empezar desde una página completamente en blanco, sin errores previos que corregir ni contexto histórico que mantener, ¿qué sistema de gobernanza internacional diseñaríamos y cómo podría funcionar?

La adaptación y la reinvención son parte del curso natural de las cosas. Se puede apoyar a las Naciones Unidas por sus logros y reconocer la necesidad de su transformación. Nuestro llamado a reformar las Naciones Unidas surge de nuestro deseo de verlas sobrevivir y prosperar.

La Carta siempre estuvo concebida como un documento vivo. Cuando la adoptó en 1945, el entonces presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, lo dejó claro: “Esta Carta se ampliará y mejorará con el paso del tiempo. Nadie pretende que sea ahora un instrumento definitivo o perfecto. No ha sido moldeada en ningún molde fijo. Las condiciones cambiantes del mundo exigirán reajustes”.

Los propios artículos 108 y 109 de la Carta fueron redactados deliberadamente para institucionalizar la posibilidad de su evolución a lo largo del tiempo. La cuestión principal que abordaron esos artículos desde el mismo inicio de la ONU fue el veto en el Consejo de Seguridad. Este tema debería ser reexaminado seriamente, como se recomendó en un informe reciente de un órgano de expertos convocado por el Secretario General. Pero también podría la Carta hacer mayor hincapié en el cambio climático, sobre el cual no se menciona; podría articular las reglas de un Parlamento Mundial para hacerlo más representativo; podría fortalecer la capacidad de la ONU para hacer cumplir las decisiones; proporcionar una financiación más previsible y lograr una mayor participación de los ciudadanos del mundo en la toma de decisiones internacionales.

El argumento más común contra la actualización de la Carta es que, con el complicado panorama geopolítico actual, corremos el riesgo de acabar con algo peor.

En primer lugar, nunca habrá un momento perfecto. Como dice el dicho, el mejor momento para plantar un árbol fue hace 20 años. El segundo mejor momento es ahora.

En segundo lugar, la reforma de la Carta llevará años. El ánimo cambiará con el tiempo, pero es necesario iniciar el proceso o, al menos, el diálogo.

En tercer lugar, la reforma de la Carta abordaría los problemas que hacen que muchos países desconfíen de ella, como la percepción de que se aplican criterios dobles en el derecho internacional y un sistema de gobernanza mundial que privilegia los intereses de unos pocos países poderosos a expensas de otros. La creación de un campo de juego más justo incentivaría a los países a actuar de buena fe.

Y, por último, sí, la reforma de la Carta de las Naciones Unidas conlleva riesgos, pero hay riesgos aún mayores si continuamos por el camino actual.

Por eso, el ejercicio de imaginar un nuevo comienzo, desde cero, podría ser útil. La imaginación no está sujeta a veto (la reforma de la Carta exige que los cinco miembros permanentes consientan el cambio) ni está limitada por las actuales disputas políticas que pueden hacer que incluso un cambio marginal parezca extremadamente difícil.

La imaginación puede abrir la puerta a ideas tanto grandes (como cuestionar el papel de la soberanía estatal en un mundo de interdependencia global) como pequeñas (como exigir que la Asamblea General celebre una sesión cada vez que se utilice un veto en el Consejo de Seguridad).

Lo que debemos evitar, independientemente del delicado momento político y de nuestra propia inquietud, es retrasar la concepción de algo nuevo por una deferencia fuera de lugar hacia un sistema que no ofrece soluciones creíbles a las amenazas existenciales.

Haríamos bien en imaginar cómo sería una nueva Carta (como ya han empezado a hacer algunos), sobre qué principios se basaría, qué instituciones daría origen y cómo podría inspirar al mundo a unirse en un nuevo esfuerzo compartido. Imaginemos una nueva Carta redactada por una muestra mucho más representativa de las muchas culturas y gobiernos del mundo (cuando se redactó la Carta actual sólo existían 51 países, mientras que ahora hay unos 200 Estados-nación soberanos). Una vez que nos hayamos atrevido a imaginar, tal vez estemos mejor preparados para hacer realidad algunos de los cambios necesarios.

Lo que está en juego no podría ser más importante. Se necesita un nuevo camino. La cuestión es si lo trazamos intencionalmente, como una cuestión de elección consciente, o si sufrimos las terribles consecuencias de no actuar.

La Carta de las Naciones Unidas siempre estuvo concebida como un documento vivo. Tal vez ahora sea el momento de insuflarle un nuevo impulso.

Source: https://www.counterpunch.org/2024/07/09/breathing-new-life-into-the-un-charter/



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